SENTIMIENTO BIPOLAR
Pedaleando me acerco a ese lugar mágico que divide dos mundos. Donde los mapas indican el inicio y el fin, según se mire, de estos dos países Africanos: Uganda y Congo.
Una bipolaridad emocional se apodera de mí. Los kilómetros hasta la frontera menguan…pero mi confusión aumenta.
Algo de mí se queda en Congo. Mi corazón se rompe por momentos . Se desgarra. Tengo dos mitades claramente definidas. Una avanza…vuela a Uganda…la otra, se queda en Congo.
Me divido en sentimientos y emociones. Lloro.
Río.
Siento.
Finalmente me detengo.
Todavía estoy a tiempo. Puedo quedarme.
Dudo.
Y es que delante de mío, veo que la línea no es para nada imaginaria. Veo civilización. Veo asfalto. Me siento extraño.
Uganda se presenta distinto. Veo a los oficiales al otro lado de la línea divisoria. Trajes lustrosos y un edificio moderno. Relajados. Pisando civilización. Pisando asfalto.
BIENVENIDO A UGANDA
Finalmente Avanzo. A pesar de la imagen de modernidad debida al asfalto y los guardias, una simple garita de madera separa los dos países. Una una simple cuerda. No parece haber mucha vigilancia. Ni controles. Tan solo preguntas curiosas con una sonrisa. Me relajo. Rápidamente constato que una cosa no cambia. Me reciben en Uganda igual que me despiden en Congo. Con una sonrisa.
Este donde esté, un blanco en una bici con alforjas, llama inevitablemente la atención.
Aflojan la cuerda. La atravieso, deteniéndome un instante. Mil imágenes recorren mi cabeza. Es mi adiós y mi bienvenida.
Dejo caer una lágrima. Extraña mezcolanza de sentimientos. Cae en la línea divisoria. En la frontera. Real y ficticia. Entre la alegría y la pena. Pero con ella dejo el pesar al otro lado de la cuerda para quedarme con el ahora. Siempre Ahora.
Sonrío. Estoy en Uganda y cuando una mano amiga estampa mi pasaporte, oficialmente me siento bienvenido.
SABANA AFRICANA, TIERRA Y LIBERTAD
Ávido todavía de sentir la tierra decido evitar un asfalto que me hacía sentir extraño. Me dirijo a Kampala atravesando la pequeña reserva de Ajaí. Naturaleza pura. Poblados aislados. Gentes amables. Como en la mayor parte del continente.
Mis neumáticos acarician el polvo y me vuelvo a sentir en África de nuevo.
Soy consciente de que estoy equivocado. Pues África África también tiene riqueza y progreso. Pero esto es su cuerpo.
Unos babuinos cruzan el camino. Y un par más de especies de monos que escapan a mi limitado conocimiento del mundo animal. Unos son curiosos. Otros, me gritan agresivos. Decido no acercarme demasiado. Los monos distan de ser mi animal favorito. La gente los ve graciosos…pero la realidad es que muchas veces son ladrones agresivos y traicioneros. Más peligrosos de lo que parecen.
Quizás por eso decimos que se parecen a nosotros. Tienen estas conductas tan humanas…¿inteligentes?
Sea como sea, con ellos sumerjo en la sabana Africana.
BIENVENIDO A MI ALDEA
Después de un día de viaje, llego a Pawor.
Es zona rural. Y acecha el atardecer. Cualquier ciudad de cierto tamaño queda a muchos kilómetros en cualquier dirección. No puedo seguir avanzando.
Durante el viaje he decidido no planear demasiado las paradas. Así que me detengo.
Se trata de un poblado amable a la vista. Casas de barro. Techos de paja. como en gran parte de África. Pero estos se muestran robustos y de forma ovalada. Están construidos con esmero. Y muestran el espíritu modesto pero orgulloso de esta región.
Me detengo y me da la bienvenida una cálida sonrisa desdentada que recita en un inglés trabado un “Bienvendio a Pawor”.
Se presenta como el corresponsal del gobierno en Pawor. Sea quien sea, posee unos ojos amables y fuertes, que paradójicamente pertenecen a un cuerpo delgado, poco grácil y desgarbado.
Inspira confianza. Y está alegre. Quiere mostrarme el pueblo y sin pedirlo, enseguida empieza a buscarme opciones para dormir.
No hay hoteles. Nadie pasa por aquí. Apenas he cruzado un vehículo a 4 ruedas, perteneciente a los guardas. Aunque en Pawor, todavía recuerdan a otra ciclista que años atrás les visitó.
Este lugar queda fuera de cualquier ruta turística cercana. Me gusta. No hay nadie interesado en mí que no sea por sana curiosidad.
SUEÑOS DE PAWOR
Con la buena acogida me llevan a un lugar a tomar el té. Me reciben con la misma comida que llevo ingiriendo desde hace meses. Ugali, una especie de mezcla pastosa hecha de mandioca (o de maíz en otros países), salsa y carne.
Y aquí está la diferencia. La cantidad de carne es generosa comparada con Congo. Me dispongo a disfrutarla.
Mientras como, veo que algunos grupos de hombres me observan de soslayo. Hablan de mí. Sonríen. Son tímidos. No están habituados al blanco y son respetuosos en extremo.
Suenan carcajadas. Y gritos de ”Muzungu, muzungu. Baskeli”: El blanco en la bici.
Algunos niños huyen. Otros se asustan, se paralizan y lloran. Aunque algunos son más descarados, ríen y se acercan. Juegan a ver quién es más valiente. Quién se acerca más al “monstruo de la bicicleta”.
Después de conversar brevemente con la dueña del “restaurante” que no es tal, deciden que me quedaré a dormir en su casa. Y ella dormirá con su madre.
Mi visita despierta en Pawor chispa olvidada. En el pueblo tienen sueños. Imaginan desarrollo en su aldea. Quieren ofrecer una alternativa mejor al viajero. Mostrar su hospitalidad. Y me cuentan que querrían tener un hotel. Probablemente tan solo una habitación para el viajero ocasional. Un viajero que llega en cuentagotas.
Y LLEGA LA NOCHE, Y CON ELLA EL CIELO
Con la noche acechando, me dirijo a mi nueva casa. Es menos “glamourosa” a mis ojos de extranjero. Aunque para ellos representa el progreso. Un techo de forma cuadrada y metálico y una puerta robusta muestran que me están ofreciendo su mejor morada.
Me dejan una silla en el exterior y me acomodo en ella. Miro al cielo. Un cielo prístino. Que siento efectivamente infinito. Un cielo que te hace soñar. Difícil recordar lugares con más nitidez celeste. Con menos contaminación. No hay coches. Tan solo alguna motocicleta que utilizan por la noche para obtener con su batería, algo de luz en una solitaria bombilla. No hay electricidad.
Tan solo hay paz.
Aunque de fondo oigo música. Alguien debe tener un generador.
Este hecho no quita el encanto. Estoy en medio de la nada. Donde nadie llega. Donde nadie se detiene. Pues este lugar, en el mapa no existe. Ni esta gente. Ni este cielo.
Lo siento mío.
Y mientras me asomo a la inmensidad cósmica, me abandono al simple hecho de observar. Casi ni respiro. Mi corazón se ralentiza… Se detiene. Buscando la calma… el sigilo. Pues temo romper el silencio. La magia del momento.
Pienso que quizás despierte y desaparezca de repente. Quizás el cielo se borre. Quizás la polución vuelva. Y el ruido aflore. Por un instante temo. Pues no lo quiero.
Entonces parpadeo. Todo sigue allí. Etéreo. Infinito.
SIMPLEMENTE UNA ALDEA
Al poco aparece la hija de mi cocinera. Sigilosa como el entorno. En la oscuridad apenas veo unos ojos y una sonrisa.
Tiene 17 años. Y muchos sueños. Sueños normales. Sencillos. Sueños reales. Pregunta. Pregunto. Escucha. Escucho. Callamos. Miramos. Observamos el infinito.
Esa noche la recuerdo como una de las noches más agradables de mi viaje. Una paz absoluta me embargó. Formó parte del todo. De cada esquina. De cada palabra. De cada mota de polvo del camino.
Por primera vez no sentía riesgo alguno. No había rebeldes. Ni militares. Ni corrupción.
Simplemente una sensación parecida al absoluto silencio. Perpetuo. Sideral.
Aquél lugar, no era el gran destino. Y por eso era grande.
Eso era Pawor. Simplemente una aldea. Aislada…Solitaria. Delicadamente extraordinaria.
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